Mujeres de Jaén (Catalina Mir)

Catalina Mir paseando con una amiga Reproducimos por su interés este artículo que hace repetidas referencias a Catalina Mir Por Rafael Ortega y Sagrista (Conferencia para pronunciar el día 14 de mayo de 1980) Señoras, señores: cuando se me invitó a intervenir en el ciclo de conferencias de Formación continuada para madres, se me sugirió un tema costumbrista que rechacé. Quizá porque era demasiado fácil y repetitivo para mí. Y sin dudarlo un instante elegí el que me propongo desarrollar ante ustedes: Porque es una faceta que se ha tratado poco y mal, a mi juicio. Mucho lirismo, mucha exaltación de la belleza, de las virtudes vulgares y hacendosidad, que son comunes a las de otras mujeres de España y muy poco de su carácter, de su inteligencia y de sus obras. Los giennenses no han enaltecido ni valorado a sus mujeres. Y ellas, a la vista de este silencio inmemorial, han llegado a subestimarse. Veamos un botón de muestra: el callejero de Jaén. ¿Qué mujeres dan su nombre a vías públicas de nuestra capital? Pues solamente cuatro, y tres de ellas desde hace más de un siglo, como son Magdalena del Prado, Isabel Méndez —que se desconoce quiénes fueron— y la poetisa Josefa Sevillano. Y al cabo del siglo, un solo nombre más: Josefa Segovia Morón, que viene a sustituir al también casi desconocido de Juan Izquierdo, en la calle donde está la institución Teresiana, su obra apasionada. ¿Es que en toda la historia de Jaén no hubo otras mujeres que merecieron dejar su nombre a una calle o una plaza? Sí que las hubo, pero las menospreciaron. Con razón podríamos decir que la política de Jaén ha sido siempre una política machista. B.I.E.G. n.° 141, Jaén, 1990. Trabajaron, estudiaron, pensaron, laboraron para Jaén, pero calladamente, desinteresadamente, como si su finalidad no fuera otra que la que se lee siempre en los documentos: Profesión, «sus labores». Y hoy «ama de casa». Y conste que yo admiro a las mujeres que saben dirigir un hogar, hacerlo amable, acogedor y confortable, pero estimo que no está reñido con otras actividades, artísticas o científicas. ¿Quién recuerda ya, quién habla, quién sabe siquiera quiénes fueron la duquesa de Montemar, Pilar Tirado y Palacio, Teresa Villalta y Coca —por citar algunas aristócratas— o la pianista Rafaela Santamaría, la cupletista Salud Ruiz; cantantes como Gloria Ortega Navarrete, Marina Ximénez, Flor Guerrero; maestras como María Carbajo y Teresa Passas; poetisas y escritoras como María Nieto Donaire, Nieves Romero Lerroux, Isabel Camps Arredondo, o Clemencia Larra? Nombres y nombres que sería interminable relacionar, y no obstante que permanecen en discreta penumbra, como si no fueran luces que brillaron en la cultura de Jaén, como si su misión no pudiera traspasar el círculo íntimo de la familia. Las jaenesas son mujeres de muy destacada personalidad, pero también de una modestia, de una timidez, de un recogimiento que les hacen parecer menos de lo que son, menos de lo que valen. Las inquietudes feministas no les interesaron nunca. En términos generales se distinguieron por su piedad católica, por sus quehaceres hogareños. Mujeres muy limpias, trabajadoras, novias y esposas fieles; madres abnegadas, abuelas cariñosas, como recuerdo que decía una: «Las abuelas sólo servimos para querer». No obstante, siempre hubo mujeres que destacaron, bien nacidas aquí, bien forasteras, pero que florecieron y dieron sus frutos en Jaén. Y vamos a reparar en algunas de ellas, como simples ejemplos escogidos al azar, para que ustedes comprueben sus interesantes vidas, sus sentimientos y sus obras. Pero antes de entrar en las que he elegido, y para satisfacer la curiosidad que puede haber despertado en ustedes, les diré algo de aquéllas que dejaron sus nombres a las cuatro calles femeninas. De Isabel Méndez, como antes les he dicho, desconocemos su identidad. Sólo sabemos que en la guía de Jaén de 1866, o sea, hace más de un siglo, ya figuraba en nuestro callejero. De Magdalena del Prado nada se ha dicho hasta ahora, pero yo sí sé quién era, aunque no sus méritos para perpetuar su nombre en la callecita que lo ostenta. Pertenecía a una noble familia de Torredonjimeno, hija de don Manuel del Prado y de doña María de Valenzuela. Nació entre 1620 y 1625 y casó con don Cristóbal de Vilches Alférez, caballero veinticuatro de Jaén, ciudad donde tenían su morada en la referida calle, con una portada en piedra estilo gótico y el escudo de los Vilches, que se conservan, aunque la casa está muy desfigurada por desacertadas reformas. Era doña Magdalena del Prado y Valenzuela parienta de Santo Tomás de Villanueva, muy venerado en Jaén y cuya imagen, de gran personalidad, se conserva en la capilla de Santiago Apóstol de la catedral de Jaén. Santo muy limosnero, llamado «Padre de los pobres». Era, y todavía lo es, muy corriente encontrar a sus devotas con la mano extendida delante de su efigie pidiéndole un socorro con la siguiente oración: «Santo Tomás de Villanueva, obispo de casta santa, una limosna te pido que me hace mucha falta. Por tu madre, por tu padre, por las olas que van y vienen». Doña Magdalena del Prado fue abuela de don Cristóbal de Vilches Alférez y Talavera, que hizo valiosos donativos a la Virgen de la Capilla, en cuya nave está sepultado. Es de sospechar que doña Magdalena del Prado se distinguiese por su munificencia en favor de los necesitados, como le venía de casta, y como lo acreditaron sus descendientes, y por eso mereció que en gratitud popular quedase su nombre unido a la calle donde habitó. Por lo que se refiere a doña Josefa Sevillano Morillas, aunque no era de Jaén, sino nacida en Sevilla, aquí vivió su juventud y casó dos veces. Primero, señora de Roby, luego esposa del notario don José Antonio Toral y de Bonilla. Y aquí pasó a mejor vida en el año de 1878. Se ha cumplido ya ei centenario de su muerte en completo olvido. Poetisa apacible, galante, de sencillos mensajes humanos o piadosos, colaboró mucho en la prensa giennense del siglo X IX . Sus versos suenan fluidos y fáciles, como aquéllos que dedicó al inmortal Miguel de Cervantes: «Genio que escrito dejó, su ilustre nombre en la historia, sol de espléndida gloria el patrio suelo llenó; águila audaz que tendió altiva su raudo vuelo y rasgando el denso velo que a la ignorancia cubría, tras su ardiente fantasía voló a inspirarse en el cielo». La cuarta y última mujer que ha merecido legar su nombre al callejero de Jaén ha sido Josefa Segovia. Pero de ella hablaremos más adelante, entre las pocas que hemos escogido como base de esta charla que tengo el honor de dirigir a ustedes. Varias monjas de Santa Clara de los siglos xvi y x v ii, una enamorada en el siglo xvm y dos fundadoras del siglo XX, son los ejemplos de mujeres que hemos elegido para ofrecer a ustedes variadas facetas de las mujeres de Jaén. Una de las características de la mujer giennense fue su profunda religiosidad, que pese a los nuevos signos ha conservado en gran parte. Bartolomé Ximenez Patón, en su «Historia y continuada nobleza de la ciudad de Jaén», dedica el capítulo 39 a tratar de la honestidad y virtud de las mujeres de este reino y su hoy capital. Decía en su libro, publicado hacia 1624, que había en Jaén ocho conventos de religiosas, pero además se contaban hasta cuatro mil beatas caseras que «perpetuamente se ejercitaban en la oración, obras de devoción y caridad, con lo que remediaban muchas necesidades espirituales y temporales». Estimo exagerada la cifra de cuatro mil beatas, pues sí es cierto que había numerosos beateríos, o sea, casas donde vivían en comunidad mujeres piadosas no sujetas a regla alguna, sí a veces al obispo. La población de Jaén, que era de unos 27.000 habitantes, no creo que diese de sí, para tantos beateríos, que por otra parte no solían ser modelo de perfección, sino nidos de chismes y supercherías. Pues bien, entre aquellos ocho conventos de monjas citados, sobresalía el de Santa Clara, por su antigüedad, número de religiosas y observancia de las mismas. Hace muchos años, muchos, que tuve ocasión de leer y copiar a mano la crónica del convento, único documento que las clarisas pudieron salvar del expolio de 1936. En la crónica hay una parte destinada MUJERES DE JAÉN 29 a las religiosas que vivieron y murieron santamente en este Real Monasterio, fundado por Fernando III a raíz de la conquista de Jaén. He espigado algunas vidas de las que contiene y les doy ligera relación de ellas. Sor María de Gracia, que vino a Jaén acompañando a Isabel la Católica, aficionada a la virtud particular que emanaba este monasterio, tomó hábito en él y fue una de las religiosas más penitentes de aquel tiempo. Pidióle a Jesús, siendo ya de edad crecida, la volviese a la inocencia de niño, para desentenderse de las cosas del mundo. Y así se lo concedió, pues en las políticas humanas y conversaciones del siglo, se hallaba como si no hubiese vivido entre seres racionales, siendo así que para las cosas de Dios tenía su razón entera con mucho juicio y prudencia. Amaba con tan cordial afecto el misterio del nacimiento del Niño Dios, y la pobreza en que nació el Salvador, que para todas las noches de navidad buscaba un niño recién nacido, pedía de limosna paños con qué abrigarlo y tomándole en sus brazos con indecible devoción, lo llevaba desde la sala del capítulo hasta el coro, acompañada de toda la comunidad con velas encendidas y se lo ofrecía a Nuestra Señora, solemnizando después una fiesta, la que finalizada, devolvió el rorro a su madre que siempre procuraba fuese la mujer más pobre que podía descubrir su cuidado en la ciudad. Tan tierna, devota y caritativa escena, merece que recordemos su memoria en estos tiempos tan distintos y escépticos. Otra religiosa muy ejemplar fue sor Mencía de Aguilar, natural de Jaén, que teniendo parientes muy acomodados y otros muy pobres, trataba éstos con preferencia, sin hacer caso de los ricos. Tan amante era del coro, que a la religiosa que venía a despertarla a media noche para acudir a maitines, le respondía muy alegre y dándole las gracias: «Bendita seas, ángel de Dios, que me vienes a dispertar para las divinas alabanzas». A las campanas llamaba «lenguas del cielo», así que en tocando para algún acto de comunidad, dejaba todo lo que tenía entre manos diciendo: «No puedo detenerme por ser Dios quien me llama». Con el mismo gozo y complacencia que había vivido, murió en el Señor el año de 1607. Doña Teresa de Biedma, hija de un caballero principal de este apellido en Jaén, tenía muchos pretendientes para desposarse con ella. No obstante, a los 26 años entró en Santa Clara, despreciando las grandezas del mundo de que gozaba en la opulenta casa de su padre. Repartió su hacienda entre los  si fuera una pobre. En particular gastaba mucha cera en un nacimiento que hacía para toda la octava a la Natividad del Señor, y cuando llegaba el tiempo de ponerlo, componíalo con mil curiosidades, y en ello gastaba los días y las noches enteras. Siete años fue sacristana del convento y despertaba a la comunidad a media noche para maitines, sin haber faltado una sola vez en tanto tiempo, viviendo hasta los 70 años en que murió en 1616. Sor Francisca y sor Luisa de Espinosa, hijas de padres ilustres de Jaén, profesaron en Santa Clara, a la vez que su hermano, el venerable padre fray Pedro entró en el convento de Trinitarios de Córdoba. Era sor Francisca de mucha capacidad y juicio y lo aplicaba en buscar medios para ocultar sus virtudes. Y si, por un accidente forzoso, entraba en el coro ya empezado el oficio divino, luego decía a la hora del yantar: «¿Cómo he de tomar hoy la ración entera, habiéndosela dado a Dios empezada?»; y así, cercenaba en el refectorio parte de su comida y se la daba a los pobres. En su última enfermedad, el año de 1627, se le apareció su hermano fray Pedro a visitarla y confortarla en tan grave trance, aunque hacía algunos años que había muerto el fraile. Confirmó este suceso sor Isabel de Piédrola, religiosa de conocida virtud, que estando en la enfermería en tal ocasión, y siendo tan corta de la vista que no divisaba los bultos más cercanos, vio, no obstante, volar por toda la estancia una paloma de color blanco y negro, colores del hábito de la Santísima Trinidad que había vestido fray Pedro. De esta guisa, podría referirles a ustedes otras muchas vidas de clarisas, muy ejemplares y edificantes, pero hay bastante tela que cortar todavía en esta conferencia y es preciso acortar. Dejemos, pues, la placidez del convento, o como dice doña Inés en el drama de Zorrilla «Don Juan Tenorio», refiriéndose a la abadesa. «...esos cuadros tranquilos que sabe pintar tan bien; de esos placeres domésticos la dichosa sencillez, y la calma venturosa, que me hicieron apetecer la soledad de los claustros y su santa rigidez». Y pasemos en contraste, al siglo xvm , para comentar las cuitas de una doncella enamorada, en aquel Jaén dormido, de infranqueables barreras sociales, de separación absoluta entre las clases que lo componían. De aquel MUJERES DE JAÉN 31 Jaén, que de 27.000 habitantes había bajado, en su decadencia y sopor, y por epidemias sufridas, a unos 17.000 solamente. El año de 1772 se forma en Jaén el célebre Catastro de la Ensenada mandado hacer en el reinado pacífico de Fernando VI. En dicho Catastro, que se conserva, se relacionan todos los habitantes de Jaén y sus patrimonios respectivos. Entre ellos encontramos a don Félix Toral y Almarza, médico aprobado, casado, entonces con un solo hijo menor, y con dos sirvientes. Por lo visto era uno de los galenos más acreditados de la ciudad, pues al fundarse en 1756 la Academia Médico Giennense, figuraba don Félix como uno de los seis primeros académicos. El objeto de la academia era «el cultivo de la Física, Medicina, Cirugía y Farmacia para purificarlas y limpiarlas de las innumerables ignorancias, dudas y fábulas que las deslucen, ilustrándolas de las noticias experimentales que sean útiles y provechosas para el más calificado subsidio de la salud humana». Tenían que hacer mensualmente una disección anatómica sobre cuerpos humanos, y debían dar dictamen a los médicos que lo solicitaran respecto a enfermos sometidos a su cuidado. Don Félix era, pues, un médico acomodado y de excelente reputación. Estaba casado con doña María Romero y entre otros tuvo una hermosa hija llamada doña Josefa Toral y Romero. Cuando la joven, muy bonita, tenía ya 28 años, fue a pasar una temporada a Baeza en casa de una señora de gran genio llamada doña Catalina. Eran los finales de 1782, y allí conoció a un apuesto y arrogante muchacho llamado don Bernardo de Arévalo y de las Peñas. Se enamoraron perdidamente y se dieron palabra de contraer matrimonio para el mes de mayo de 1783. En estas circunstancias, regresó la joven a Jaén, a casa de sus padres en la feligresía de Santiago y el novio quedó en desplazarse a esta ciudad para hablarle y preparar el matrimonio. Llegó a Jaén, muy ilusionado a primeros de mayo de 1783, cuando la primavera estallaba de gozo y la vida corría desbocada con nuevos impulsos incendiarios por la sangre joven. Pero habiendo intentado entrevistarse con su prometida, «No ha podido ser por la mucha guarda y cuidado con que sus padres la tienen; pero sí ha enviado a decirle por carta que comparezca a la referida solicitud». Además, por estar bajo tan estrecha custodia, no pudo lograrse siquiera que otorgara poder, para que, libre de todo inducimiento, consiguiera doña Josefa manifestar su ánimo y voluntad de casarse con don Bernardo de Arévalo. En el expediente que hemos consultado figura una carta que doña Josefa de Toral dirigió a su novio, carta muy respetuosa y comedida, como hoy ninguna chica escribiría. Carta de amor, carta de intimidad, de rendición a su amado, de esperanzas e ilusiones. En ella llamaba a don Bernardo «mi señor, de la mayor consideración», y le decía que con mucho gusto recibió la suya y se alegraba de que gozase del beneficio de la salud, que es lo principal. Ella continuaba igual. Doña Josefa estaba enferma. Padecía la enfermedad del romanticismo, es decir, la tuberculosis o tisis, palabra prohibida en las familias a que afectaba. «Esa palabra no se pronuncia en mi casa», decía con énfasis una señora a la que conoció y que su hija la padecía. «La tos —proseguía la muchacha— va a menos y la leche que tomo —leche de burra— me va poniendo en algunas carnes. Dios quiera que no sea para dar el golpe más firme». Pensaba que las cosas se hiciesen como su novio proponía, sin intervención del señor prior ni de su hermano, que por lo visto eran agentes del padre. Luego se refiere a los lugares que su novio le proponía para ser depositada antes del casamiento. «Pero a mí no me acomodan. La de don Juan Sánchez es casa a donde va mi padre mucho, y en el día de hoy más, por estar en cama el dueño». La del viceprior, al que aún no le habían dado el priorato por el que suspiraba, tampoco la encontraba adecuada. «En casa de Medina no puede ser por estar el padre acabando y de morir quedarían nada más que las dos mocitas solas». «En casa de Jimena, me desazona el tener dentro de ella la monterería —obrador de monteras para los chirris— y estar llena de oficiales, y ya sabe usted mi genio». A pesar de todo, estaba conforme con lo que él hiciera, «pues no hay más que una voluntad y estoy pronta a hacer lo que vuesa merced guste en todo». «Y me dirá si estaré mucho tiempo en depósito, pues quisiera a instante irme a Baeza ya casada.—Dios quiera que sea poco espacio. Y si tuviera libertad de hablarle, fuera otra cosa, pero no se puede, ni lo consienten en mi casa. El Señor me saque en paz de todo». «En lo que v.m. me dice de mi primo, no le puedo decir lo que pretende, pues no quiero darle a la pluma». Y terminaba su carta diciéndole: «Como tengo priesa, va parte del papel en blanco. No sabe vuesa merced, lo que me cuesta escribirle, ni cómo puede entender mi letra pues la hago por las mañanas, que tasadamente se vé, o por la siesta, pues no quiero que me vean escribir y se malicien luego que yo le escribo a vuesa Merced. Con MUJERES DE JAÉN 33 que no me culpe, y con esto V.Md. mande a quien desea servirle de corazón, la misma que escribe esta». ¡Pobre muchacha!, como luego escribiría Zorrilla, privada de libertad. Está muy enferma y se oponen al elegido de su corazón. Quisieran casarla con un primo, boda de conveniencias, y la tienen como secuestrada, sin permitirle hablar ni ver a su novio, y precisa levantarse al amanecer, y entre dos luces, apenas sin ver, escribir a su amado cartas apasionadas. El pleito se inicia en el Obispado y la situación se encona. El procurador de don Bernardo pide que la depositen en casa del presbítero don José de Hermoso, y que la justicia proceda y ejecute el depósito legal de la novia. Pero el señor provisor es prudente y acude a casa de los Toral y toma declaración a doña Josefa. Dice ser cierto que estando en Baeza dio palabra de esponsales y de contraer matrimonio a su novio, pero añade algo nuevo: que fue con la expresa condición de que su padre consintiese. Pero éste no entra gustoso en el casamiento y ella carece de ánimos para convencerle, ni así mismo, como enferma, está en disposición de casarse ni siquiera de salir de su casa, lo que sería correr un inminente riesgo. Al provisor no convenció la declaración, pues se temía que hubieran intervenido ruegos e influencias del padre y, por otra parte, le pareció encontrarla oprimida y que no gozaba de libertad. Y que según su aspecto estaba enferma, quebrada la color, para poder deliberar con conocimiento. Y dispone que ese mismo día la reconozcan los médicos señores Serrano y Céspedes, e informen si al sacarla de su casa podría sobrevenir algún quebranto. Los médicos van inmediatamente y se la encuentran vestida y fuera de la cama. Y afirman que en dos meses y medio de padecer le han hecho más de treinta sangrías, e incluso fue forzoso, hacía un mes, administrarla el viático. «Por lo que se halla al presente con calentura habitual, de la clase lenta, muy pobre de fuerzas e imposibilitada de salir de la casa, ni de pie ni en coche. Y la intemperie contribuiría a aumentar los síntomas histéricos que la afligen de continuo, así como su pasión de ánimo por el lance que la ocurre. Sería incluso, un inminente riesgo de perder la vida. Los dos médicos, como compañeros del padre, le hacen la olla gorda, pues doña Josefa no estaba tan mal como luego se dirá. Y en vista de su dictamen, “ se suspende por ahora” dice el juez eclesiástico, sacarla aquella noche para ser depositada». El juez vuelve a casa de doña Josefa, y a solas con ella le muestra la carta que escribió a don Bernardo. Ella la reconoce por suya, de su mano, 34 BOLETÍN DEL INSTITUTO DE ESTUDIOS GIENNENSES pulso y letra, pero vuelve a insistir que sin el consentimiento de su padre no se atreve a casarse. Por fin, el 20 de mayo, el provisor dispone que la Justicia la saque de su morada y la deposite en casa del fiscal general del Obispado. Así se hace y allí se presenta y explora su voluntad. Ella repite que dio palabra de casamiento si su padre no se oponía. Pero que al recusar al novio, le faltan ánimos para forzar los esponsales. Que sus padres no han influido en su .decisión y «que no tiene tratado de casarse con otra persona alguna, hasta el presente, y desea volver a casa de sus dichos padres». A la vista de tal declaración, el abogado de don Bernardo tuvo que ceder y dijo que si ella permanecía en estado honesto y celibato, no había inconveniente por parte del novio en aceptar su voluntad, pero que si fuese otro su intento, no cedería jamás a su derecho, ni sufriría el mínimo baldón o agravio perjudicial a su nacimiento y condición. Y así las cosas, se condenó a la novia a pagar las costas del pleito que importaban 458 reales. Doña Josefa regresó a su casa, y víctima de tanta desilusión y desánimo, y del inadecuado tratamiento de su sabio padre y médico, a base de sangrías y dieta de leche, la tisis acabó a poco con ella, que en este caso, y sin duda, podemos decir que pasó a mejor vida. El escenario y panorama que ahora les voy a pintar, es completamente distinto del anterior. Sólo coincide en que los protagonistas nacieron en Jaén y ambos se llamaron Josefa. Estamos en el Jaén de 1891. Turno apacible con liberales y conservadores en la monarquía constitucional de la reina regente doña María Cristina de Habsburgo. El diez de octubre, en una casa típicamente jaenesa, con su patio de columnas y sus macetas, nace una niña que se bautiza el 17 en San Bartolomé, víspera de las ferias de San Lucas, en la pila gótica de cerámica vidriada. Se llama Pepita Segovia Morón. Su padre es delineante y profesor de dibujo. Su madre, granadina. Una familia de clase media, acomodada. Pepita Segovia va a llevar una vida sencilla y normal y va a hacer grandes cosas. Yo diría que siguiendo la línea de Santa Teresita del Niño Jesús. Sin estridencias, sin golpes de efecto. Sin dar lugar a comentarios. Una línea recta. Una vida programada y una meta definida; la de un alma cristiana, profundamente cristiana, sin dudas. Ella misma lo dijo: «Cuando Dios me hizo debió decir: ¡Ahí va al mundo una mujer de fe». Desde niña acude a la escuela particular de una señora. Se distingue MUJERES DE JAÉN 35 por su aplicación y aprende canciones de zarzuelas castizas. Pero la escuela se cierra y entonces la mandan a otra que habían abierto las Siervas de María en la calle del Rastro. A estas monjas las combate un periódico carbonario, pero no pasa nada. Ellas siguen adelante con su misión. Pepita lee las fábulas de Iriarte, salta a la comba y juega al corro en la calle. A los diez años hace su primera comunión, con un sencillito vestido blanco, sin solemnidad ni dispendios. Era el mes de mayo y la parroquia la de San Bartolomé. Desde entonces empieza a ser una niña piadosa y con su abuela asiste los sábados a la salve en la parroquia de San Juan. En el colegio de las Siervas saca tan buenas notas que cuando tiene trece años su padre se la lleva a Granada, en diligencia, a prepararse para la Normal de Maestras, pues don Manuel temía que de seguir con las monjas se quedase con ellas para siempre. En Granada vive en casa de sus abuelos. Ingresa en la Escuela Normal y la llaman «la pequeñita» por ser la más joven de todas las alumnas. Y cursa la carrera con excelentes notas, sin excederse en el estudio. «Yo tenía amor propio y procuraba no quedar mal», explica como la cosa más natural. En primavera sale a pasear a la placeta de los Lobos a donde rondan algunos muchachos. Un día de la feria del Corpus va a los toros, en coche y con madroñera roja, peineta alta y prendido de flores en el pelo. Como buena andaluza Pepita Segovia sabía lucir las galas de su tierra. Le acompañaba la gracia y la distinción. De los paseos en la placeta de los Lobos surge el muchacho, brota el amor, aparece el novio que estudiaba cuarto de Medicina. Es un buen chico, muy conocido de la familia, y los padres autorizan el noviazgo. Es lo normal, como todas las mujeres de la familia. Y habla con él por la reja de la sala baja, mientras la hermana hace labores y cubre las apariencias. Terminados los exámenes de fin de carrera, se presenta a las pruebas del premio extraordinario y lo gana. Regresa a Jaén y prepara su ingreso en la Escuela Superior del Magisterio de Madrid, recién creada, a donde llega en 1911. Las plazas eran limitadas y se accedía a ellas mediante oposición. Pepita supera la difícil prueba y logra el número 4. Allí cursa los dos años reglamentarios, en medio de un ambiente hostil a la religión, lo que no le afecta en absoluto. Estudia seriamente; rema en las barquitas del Retiro y va algunas tardes al teatro acompañada de sus tíos, con los que vive. Y recibe a su novio que acude todos los meses a verla. Y termina la carrera con el mismo número 4 con que la empezó. Año de 1913. Año en que se crea en Jaén, por fin, la Escuela Normal de Maestras, y se funda la revista «Don Lope de Sosa». Se advierte una renovación, un ansia cultural en la aletargada ciudad. Y también viene como canónigo a la catedral don Pedro Poveda Castroverde, natural de Linares. Procedía del cabildo de Covadonga y ya había fundado en Oviedo y en Gijón las Academias Teresianas, es decir, una institución católica moderna para la enseñanza. Al padre Poveda le habían hablado de Pepita Segovia. La visita en su casa y la convence para que se encargue de la dirección de la Academia Teresiana de Jaén. Ella duda, sólo tenía 21 años, pero al fin acepta, y se va a vivir al internado para estar del todo empapada de la obra. Entonces viene el destino oficial y la nombran profesora de Pedagogía en la Normal de Orense. Pero enseguida regresa a Jaén como inspectora de primera enseñanza en la provincia. Recorre sus pueblos, incluso viaja en burro, e intenta corregir y orientar en aquellas pobres y malas escuelas, en manos de maestras que apenas si sabían enseñar... Pepita sigue colaborando en el Internado Teresiano de Jaén, rebosando de alumnas que visten batitas blancas. Trabaja también en las Conferencias de San Vicente de Paúl. Es secretaria de la Asamblea de Señoras de la Cruz Roja de Jaén, bajo la presidencia de la marquesa del Rincón de San Ildefonso. Pero a fin de dedicarse totalmente a su vida docente y de apostolado, termina sencillamente con el novio, incluso en contra del parecer de su familia. En 1919 el padre Poveda la nombra directora general de la Institución Teresiana. Conoce bien su valía. La responsabilidad es grande, el trabajo enorme. En 1923 pide la excedencia como inspectora de Primera Enseñanza. Sus años en Jaén han terminado. Se traslada a Madrid. Va a Roma y obtiene la aprobación de la Institución Teresiana: La curia romana supo apreciar la originalidad de la obra. Es decir, la condición seglar de sus miembros y su actuación profesional en la sociedad, compatibles con una plena dedicación al apostolado, aspectos ambos que en 1924 resultaban difíciles de comprender. Por eso las teresianas se adelantaron en mucho a las corrientes actuales. Nunca usaron hábito ni distintivo alguno. Vistieron de seglares a la par que desplegaban su apostolado cristiano entre la juventud femenina estudiosa, apartándolas de las ideas librepensadoras, tan extendida? entonces. Al morir el padre Poveda, asesinado en Madrid el año 1936, Pepita Segovia se quedó al frente de la obra. Y en tan difíciles circunstancias, supo sacarla adelante y extenderla a numerosos países extranjeros. Cuando la muerte presentida le llegó en Madrid, el 29 de marzo de 1957, la obra quedaba afianzada. Jaén había dado al mundo una gran mujer de fe, natural y sencilla, que encarnó un nuevo estilo de ser en el área cristiana de la enseñanza. Hoy camina hacia los altares. En 1966 se inició el proceso informativo para su veneración. Pasó el expediente a Roma y el juicio continúa. Un día Jaén puede tener una santa que nació en la calle Cambil, número 1. También en Jaén han dado sus frutos mujeres que sin haber nacido en nuestra bendita tierra, fue en ella donde florecieron. Entre otras escogemos una, que conocimos y admiramos, y que fue su gusto pasar tan discretamente, que ni sus contemporáneos ni las generaciones siguientes hicieron justicia, ni a su obra, ni a su delicada espiritualidad. Quizá porque era mujer. Nació en Palma de Mallorca un día de Nochebuena de 1881, isla donde transcurrió su niñez y juventud, inmersa en su hermosura excepcional, en su paisaje fascinante, en su dulce luz. Esa suave luz que ella misma canta en uno de sus libros sentimentales. «Esa luz —escribe— que cuando se inflama con los rayos de sol poniente, adquiere tintes de una belleza jamás soñada». «La luz de Mallorca es maravillosa —prosigue—. Pintores, poetas, artistas de todos los países van allí en busca de inspiración y de la gloria, queriendo recoger en sus pinceles, en sus versos, y en su música, la sublime poesía que palpita en la isla entera». Pero Catalina Mir, por su casamiento, tiene que cruzar el mar latino, atraviesa la península y viene, allá en los comienzos del siglo XX, a instalarse, a vivir, a Jaén. ¡Qué cambio tan enorme para ella! De la toda dulzura y delicadeza de la culta isla balear, se encuentra de repente, como perdida, en la vieja ciudad semi-andaluza de Jaén, con un clima tan distinto, con un cielo de intenso azul y un sol deslumbrante que ciega, con una pobreza desoladora en las clases humildes, analfabetas en su totalidad, podríamos decir, y con unas costumbres y un habla que le resultan duras, agrias. Pero Catalina Mir era una mujer de gran espiritualidad y talento, muy observadora, y por si esto era poco, envuelta en un aire de poesía, de ternura, de gran distinción. Y en aquel ambiente de la primera década del Jaén olvidado, a trasmano, su cuidado descubre inmediatamente todo lo bueno de su tierra de adopción, y llega a quererla casi más que a la del origen. Su bien fundada religiosidad y poético sentir, le adoptan a todo escenario. En el prólogo de su precioso libro «Cuadritos y Recuerdos» nos revela su alma, nos señala un camino para embellecer la vida. Escucharla: «La poesía, dice, el amor a lo bello, que es también a lo bueno, porque lo bueno siempre es bello, creo yo que son armas no despreciables en este siglo abrumado por todo género de materialidades. Hallar un poco de poesía en todos los rinconcitos de mi vida, ha sido, para mí, una base de felicidad muy grande que he tenido la suerte de encontrar en este mundo. Quisiera traspasároslo como un legado. Además de felices os haría más buenos. Compadecer a aquéllos que os digan no entienden de estas cosas y dejad que os llamen sentimentales. El sentimentalismo sano es muy hermoso». ¿Cabe más bello consejo? Los que en nuestro programa diario no falta jamás la lectura reposada de una poesía, os lo podemos asegurar. En medio de la prosa del trabajo, del hogar, de las obligaciones, unos versos son como un oasis en el desierto. Catalina Mir lo sabía y lo practicaba. De ahí su sabio consejo poemático. Dos facetas quiero resaltar en la actividad desplegada por Catalina Mir en nuestra ciudad. La primera fue su preocupación social por nuestras clases humildes. No le bastaba participar activamente en obras de caridad y benéficas, como las conferencias de San Vicente de Paúl, o en la Junta de Damas de la Cruz Roja. Sentía compasión e interés por los niños pobres de Jaén al verlos tan desprovistos de enseñanza religiosa y de toda clase de ilustración. Así lo refleja en sus escritos muy claros y bien redactados. Por aquella época —relata— la miseria era muy grande entre la gente del pueblo. Los padres se veían obligados a ocupar a sus hijos en trabajos desde los seis o siete años, a veces incluso para ayudarlos a su sustento, desconociendo, al mismo tiempo, por su propia incultura, el valor de la escuela y de la educación. De manera que como los niños trabajaban durante el día, no les era posible asistir a las pocas escuelas que funcionaban durante la jornada diurna y laboral, muy larga también. Entonces, Catalina Mir, adelantándose mucho a los tiempos que corrían, tuvo la feliz idea de crear en 1919 unas escuelas nocturnas, cosa que se desconocía absolutamente en la ciudad, para que los niños y los jóvenes pudiesen aprender religión y cultura elemental. Se aconsejó de personas que le merecían toda confianza, como el padre Poveda, Pepita Segovia y el canónigo don Cristino Morrondo, persona muy ilustrada y autor de varios libros proféticos algunos, muy buscados hoy. Y fundó la Escuela Nocturna del Niño Jesús de Praga para hijos de obreros, completamente gratuita, en la que se admitían muchachos de siete a veinte años, deseosos de aprender a leer y escribir, recibiendo una educación primaria en la que no faltaba media hora cotidiana de explicaciones catequísticas, con unos sencillos y claros textos en seis lecciones iniciales, y de los que se hicieron varias ediciones, una en febrero de 1921 y otras posteriores. También redactó Catalina Mir un programa para la organización y desarrollo de las clases y una serie de ejercicios de doctrina católica, muy prácticos y asimilables a las mentes más primarias. La creación de las escuelas fue difícil. Encontró escasas ayudas económicas en una sociedad egoísta y frívola, y un gran escepticismo en numerosas personas que auguraban un fracaso total. Pero el tesón, la fe y la buena voluntad de Catalina Mir vencieron todos los obstáculos. Las plazas eran insuficientes para las solicitudes que se presentaban y fue preciso aumentar el número de maestros hasta cuatro, más otros dos, uno de dibujo y otro de música, enseñanza esta última que la fundadora consideraba muy útil para cultivar el espíritu, y que permitió formar un coro de alumnos que actuaba en las veladas infantiles que se organizaban durante el curso y en las de 23 de marzo, aniversario de la fundación de la escuela, o en el reparto de premios de final de curso, premios que aparte de las medallas que se daban, consistían en prendas de vestir que tanta falta hacían a los hogares modestos. Una junta de señoras ayudaba a doña Catalina Mir, organizaba las primeras comuniones y cumplimientos pascuales, y hasta preparaban luego unos desayunos de chocolate y típicos ochíos, y el arroz con leche final, que ellas mismas condimentaban. El beneficio que hicieron y siguen haciendo en Jaén las Escuelas Nocturnas del Niño Jesús de Praga fue tan callado como eficaz. ¡Cuántas generaciones de niños y muchachos de Jaén deben su educación a este sistema nocturno! Cuando se pasaba por la Alcantarilla, en los largos anocheceres de otoño o del invierno, y veíamos iluminadas, rutilantes, las grandes cristaleras de la escuela, presidida en su fachada por el mosaico del Niño Jesús de Praga, algo íntimo se iluminaba también en nuestros corazones. Y es que allí se velaba contra la ignorancia, se combatía el analfabetismo y se ponía un poco de cultura, de poesía y de fe en tantos y tantos pobres muchachos, que acudían mal vestidos, en alpargatas, cansados de trabajar durante el día, pero ansiosos de un rayo de luz para su porvenir incierto. ¡Ingrata ciudad que nunca quiso reconocer aquella inmensa y callada labor de Catalina Mir! Ni un pequeño homenaje en vida; ni el recuerdo de su nombre a una calle, o a un grupo escolar después de su muerte, acaecida en el Jaén que tanto quiso y donde reposa en paz el sueño de los justos. Pero, además, hay otra faceta interesantísima en Catalina Mir: su labor poética y literaria, más desconocida aún que sus actividades benéficas y docentes. Porque Catalina Mir fue una escritora delicada, tierna, sentimental. Casi desde niña se vio arrebatada por el supremo encanto de su adorada y bellísima Mallorca. Y escribió versos dedicados a cantarla con grande sensibilidad. Luego, su prosa poética se revela en ese libro editado sólo para sus íntimos y que se llama «Cuadritos y Recuerdos». Son descripciones deliciosas que si ella hubiese sabido pintar, confiesa que las habría plasmado en el lienzo. Pero al faltarle el pincel utiliza la pluma, que moja en su corazón, y como todo lo que es sentido, resulta vivo, real y emocionante. Sus capítulos dedicados a Mallorca son una reverberación de aquella luz levantina. Pero como tratamos en esta charla de mujeres de Jaén, me referiré sólo a sus narraciones giennenses, desconocidas en absoluto en los medios literarios de la capital, salvo de sus familiares y quizás del que esto relata. Sus capítulos, «Viernes Santo», «Febrerillo loco», «Abril», «Noviembre», «Cuando el tiempo es malo», «Nochebuena»: la poesía de las montañas blancas «...son como jugosas acuarelas, como lindos paisajes de abanico, dignas todas de figurar en una antología de poetas, de escritores giennenses, tanto por su fuerza descriptiva como por su encanto íntimo». Veamos algunos párrafos escogidos al azar: «Febrerillo loco... loco, sí; tan pronto quema el sol como el aire hiela. Llueve, graniza, relampaguea, acompañado siempre de rachas horrísonas de viento. ¡Oh el viento! ¡Febrero y Jaén! Llueven también las tejas al par del agua, vuélvense los paraguas, los sombreros vuelan, las personas caen, los coches vuelcan, rómpense puertas y ventanas entre el fragor cristalino que espanta el oído. ¡El aire, como dicen en Jaén! Corren las nubes en carrera loca, unas veces oscureciendo el cielo, otras dejando ver hermosos jirones azulados, siempre amenazadoras y revueltas... De pronto parece calmar el temporal. El aire queda inmóvil. Para la lluvia. ¡Se respira tranquilidad al fin! Repentinamente cesa la tregua y una racha espantosa de viento abre la serie de nuevas voladuras de tejas, crujidos y portazos. Las palmeras de la Diputación y de la plaza del Deán Mazas agitan desesperadamente sus largas hojas que claman al cielo. Corre el agua en las calles convirtiéndolas en ríos; los canales son insuficientes para recoger la que cae en los tejados y salta en chorros estrepitosos sobre el suelo... Por fin un día acaba el temporal. En las laderas del monte donde se mantienen aún de pie los restos del viejo castillo, blanqueando junto a las cercas de los olivares de Jabalcuz, salpicando las feraces huertas, se ven bajo el cielo magníficamente azul de Andalucía, como gigantescos ramilletes rosados, los almendros floridos. ¡Los bellos, poéticos, perfumados almendros en flor!». Yo quisiera regalarles a ustedes con otros maravillosos trozos de la prosa poética de Catalina Mir. Pero una conferencia tiene su tiempo, y el exceso es abusar de la atención de quienes escuchan. Porque además tiene otro libro Catalina Mir, «Memorias de un año triste», en el que es tal la fuerza de su realismo, la bondad de sus sentimientos, el interés que mantiene y la tensión con que se lee, que de haberlo publicado hubiera sido un éxito editorial. Pero lo publicó muy íntimo y quedó en un solo y valiosísimo ejemplar. Sentimos que no quede tiempo para entrar en su examen. Con estos ejemplos de mujeres de Jaén he querido resaltar su valor, su interés. Hay muchas más, muchas; pero mi objeto era desvelar su olvido, la indiferencia por sus virtudes, por sus talentos y ofrecer a su memoria un pequeño homenaje. Y ya que los hombres, en general, no se lo han tributado, yo les pido a ustedes, a las mujeres de Jaén, que se unan y propaguen sus méritos. No es preciso elogios. Basta con exponer a la vista de todos lo mucho que han hecho por nuestra tierra las mujeres de Jaén. En mi próxima conferencia del día 29, en la Casa de la Cultura, seguiré hablando de mujeres de Jaén con un contenido totalmente distinto. En realidad, será como un complemento de lo que acaban ustedes de oír. Muchas gracias

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